martes, 29 de mayo de 2012

Unamuno — Razón y fe


Levanta de la fe el blanco estandarte
sobre el polvo que cubre la batalla
mientras la ciencia parlotea, y calla
y oye sabiduría y obra el arte.
    Hay que vivir y fuerza es esforzarte
a pelear contra la vil canalla
que se anima al restalle de la tralla,
y ¡hay que morir! exclama. Pon tu parte
    y la de Dios espera, que abomina
del que cede. Tu ensangrentada huella
por los mortales campos encamina
    hacia el fulgor de tu eternal estrella;
hay que ganar la vida que no fina,
con razón, sin razón o contra ella.

                                         Miguel de Unamuno




El poema comienza con un verbo imperativo, es decir, con la llamada a un movimiento. Movimiento que parte de un reposo o de un estado previo de cosas, y con el cual hemos de interferir en la realidad, cambiarla (luego veremos cómo es dicha realidad), pero seremos nosotros quienes podamos levantar el estandarte de la fe, pues éste se halla tumbado y no se erguirá por sí mismo. La forma verbal nos indica cierta obligación, alguien nos impera, precisamente, a realizar la acción, pero no sabemos quién dialoga ¿quizá un interlocutor superior? ¿o la voz de nuestra conciencia, emergiendo del forum internum?

Se trata en todo caso de un trabajo, de un esfuerzo que precisa de un aporte de energía, no es un impulso espontáneo debido a una fuerza gratuita, sino el resultado de una actividad en la que nosotros, como agentes, tenemos qué poner. Y el objeto a levantar es un estandarte, una señal de la fe que es traída hasta el aquí-ahora gracias a una convención. Y precisamente por eso con el sólo acto hacemos uso y mención, pues al querer significar la fe ella ya está presente. Lo está porque creemos que con un símbolo podemos trascender la realidad y referirnos a otra cosa (acto de fe) y además porque eso de lo que queremos hablar es la propia fe. Esta relación no se debe a un acompañamiento dogmático entre lo decible y lo indecible, sino al genuino aparecer de la esperanza en el ritual de querer hablar de ella, de invocarla.

La realidad en donde todo esto sucede se presenta en disputa, en guerra. Una batalla en la que diferentes actores intervienen, en donde la contradictoriedad tiene lugar. El poema nos sitúa de esta manera en medio de una contienda, arrojados, ya en la primera línea, y protagonizando una acción decisiva. Allí –aquí– la ciencia parlotea. La ciencia habla mucho, habla continuamente, es capaz por tanto de decir, de mediar. Ahora bien, se trata de una charla sin mucho contenido, más bien de un pasatiempo. Es un discurso muy extenso pero que no logra calar ni abordar aquello que ha de ser abordado. Nosotros llegamos para cambiar esta situación, para darle la vuelta.

¿Qué significa este tratar el tema en profundidad? No es tanto que la ciencia no sea capaz de adentrarse en lo más hondo, sino de caracterizar el modo en que lo hace. La ciencia es pura descripción, pura relación inhumana entre elementos. Y es inhumana porque precisamente es ciencia. En la medida en que se humaniza va perdiendo poco a poco su esencia más genuina, hasta convertirse finalmente en poesía, en dotación de sentido, en magia.

Pero nosotros no hemos de hacer poesía, lo siguiente que nos dicen es que hemos de callar. De nuevo un imperativo, en este caso de silencio. No hemos venido a hablar pues nuestra misión quizá no ha de abordarse con palabras, o quizá sí, pero dichas palabras no han de salir de nosotros, sino que es en nosotros en donde habrán de encontrar su hogar. Quizá es un callar científico, un no-diálogo técnico, una toma de conciencia de la naturaleza propia de las palabras, y un intento por trascenderlas, por crear unas nuevas.

Hemos de escuchar, de escuchar la sabiduría ¿de dónde procede? y hemos de obrar. ¿Qué es obrar el arte? Quizá precisamente aquello que ya se ha dicho, levantar, izar. Obrar el arte es un acto performativo en el que intervenimos en la realidad y la transformamos, trayendo a ella algo divino, de otro lugar, pura creación, primer algo. Hemos de llegar y dar fe de nuestra presencia mediante un estandarte que señala precisamente el lugar que permite que todo esto suceda (la fe). Quizá dar fe de nuestra condición simbólica, de nuestro afán productor de significados. Tomamos presencia en el mundo dejando bien claro cuál es nuestra acción. Esto es vivir, al menos en tanto que hombres.

Y sucede queramos o no. Necesariamente ya estamos aquí, una vez arrojados el esfuerzo llama y no podemos no haber venido. Podemos elegir no hacer nada, pero no podemos elegir escapar sin huellas, sin rastro.

Nuestros enemigos vienen también azuzados por la contienda. ¿También? ¿Estamos nosotros animados por un látigo? ¿Quiénes son nuestros enemigos? Quizá este tañer que les empuja nos indica su naturaleza, la naturaleza de quienes no pueden imponerse contra ella, de los esclavos más radicales. ¿Somos nosotros mismos quizá? ¿Nuestra dimensión causal? ¿O la necesidad como un todo? Quizá el pasado, la tradición, lo ya hecho o dado. O tal vez nuestros apetitos ya sí humanos que nos acobardan y animan a dejarnos llevar, a no izar el símbolo de la fe, a deshumanizarnos.

Contra esta tensión hemos de conocer nuestra irremediable meta. Sabiendo nuestra condición totalmente hacia abajo, nuestra vida como una caída, podemos ser conscientes del momento presente y concentrar las fuerzas para aprovecharlo. Este es el momento, la muerte es necesaria, tan sólo un paso más heredado de nuestra conexión natural, uno de tantos elementos ineludibles sobre los cuales hemos de caminar. Ante él lo mismo, la obra, la actuación. Esto se nos pide, esto se nos exige. Si la virtud es actuar conforme a nuestra manera de ser, ya sabemos lo que se espera de nosotros, precisamente una sorpresa, una poesía, una rebelión.

Pero se trata de un camino lleno de dificultades, un camino que habremos de trazar sobre las exigencias de lo que no es libertad, de lo que nos empuja, de nuestra condición mortal, de nuevo, necesaria. Sólo así podremos quizá librarnos de ella, tan sólo una esperanza, una fe que nunca se cierra. No es esta la salida pues sabemos que no hay salida, el final es necesario. Y sin embargo hemos de levantar el estandarte de la fe y seguir caminando como si la realidad fuese muy distinta. Este es el acto más simbólico y más humano, el acto más poético que nos hace saber lo que es imposible, no por incognoscible, sino por contradictorio. Esta fuerza mágica es la que transforma la realidad, la única que nos puede guiar hasta el reino de la luz eterna, donde la vida se hace infinita. De nuevo insisto, dicho reino no existe, hemos de crearlo nosotros. Hemos de caminar hasta lo eterno siendo conscientes de nuestra finitud.

Y por último, esto podrá hacerse sin la ayuda de la razón, quizá utilizándola en ocasiones, pero sabiendo que si hemos de renunciar a ella, de oponernos, no podremos reificarla. El camino de la emancipación será siempre el que nos guíe, y este camino es el de la fe.


Antoni Muntadas

jueves, 17 de mayo de 2012

Sobre 'Lo que la tortuga le dijo a Aquiles' de Lewis Carroll





I

Lewis Carroll nos sitúa con este diálogo ante una realidad enigmática del campo de la lógica. Dicha realidad no permite a los cautos un acercamiento seguro, mientras que a los intrépidos les absorbe y sumerge en su laberinto interior, como le sucede al pobre Aquiles.  Esta realidad, no obstante, sí se deja señalar, y como a un enorme pozo en el campo, aunque no podamos llegar hasta su fondo, sí podremos intentar iluminar su perímetro.

Aunque seguramente haya muchas maneras de llevar a cabo esta tarea, de referir el problema, de señalar su dirección, voy a intentar hacerlo mediante la teoría del metalenguaje. Para ello lo primero será tratar de responder a la pregunta que se plantea Alejandro Escudero en su artículo Al cuidado del lenguaje, es decir, a la pregunta de «¿Qué “hace” el lenguaje”? ¿Cuál es su “acción”?».


II

Lo primero será caracterizar el lenguaje como una mediación. Decimos: con él somos capaces de operar con objetos lejanos, traerlos ante nosotros como a través de un puente, o crearlos, hablar de aquello que no existe, de entelequias. Se trata de un arma del recuerdo[1] y de la imaginación. Con esta acción el lenguaje nos permite a su vez conocer lo referido. Así es, hablar de ello, asignarle categorías.

Según sea la naturaleza de aquello que pretendamos traer ante nosotros estaremos en uno u otro nivel del lenguaje. De esta forma, cuando tratemos de manejar entes o fenómenos —sea esto o no posible, otro tema— nos moveremos en el lenguaje-objeto. Cuando lo que tratemos de señalar sean objetos lingüísticos, estaremos en el nivel del metalenguaje.


III

Para esta ocasión interesa señalar las categorías que podremos asignar en uno y otro nivel. Dicho sea de paso, categorizar un nivel habrá de hacerse siempre desde un nivel superior, pues estaremos refiriéndonos a él, operando con él, mencionándolo.

Brevemente, los elementos del nivel del lenguaje-objeto, es decir, los enunciados que se refieren al mundo, podrán ser caracterizados como verdaderos o falsos. Por no entrar ahora en los también enigmáticos recovecos de este asunto, dejaremos sin definir estas categorías. Simplemente diremos que los enunciados pueden ser traducidos al lenguaje de la lógica mediante fórmulas, y dichas fórmulas son susceptibles de ser verdaderas o falsas —al menos en lógica normal o clásica.

En el nivel del metalenguaje, esto es, cuando categorizamos no ya fórmulas, sino conjuntos de ellas, nos encontramos con los esquemas. Los esquemas son a los argumentos lo que las fórmulas a los enunciados, o si se quiere, son a las fórmulas lo que los argumentos a los enunciados. Es decir, pertenecen al lenguaje de la lógica. De ellos podemos decir que son válidos o inválidos. De nuevo, y sin entrar en mucho detalle, diremos que un esquema es válido cuando no puede suceder que siendo sus premisas verdaderas sea su conclusión falsa. Dicho de otra manera, un esquema es inválido si cuando su conclusión es falsa sus premisas son verdaderas. 


IV

Desde esta perspectiva parece que Lewis Carroll nos está indicando la distancia que media entre uno y otro nivel de lenguaje. Se nos plantea el enigma de cómo moverse en esta frontera a todas luces infinita, de cómo saltar por encima del abismo. De esta manera entra de lleno en algunos problemas que hemos intentado pasar por alto, como qué es eso de la validez, más allá de una descripción vacía, qué significa —no cómo es.


V

Una de las características, a mi modo de ver, que refleja esta obra, es la asombrosa capacidad de su autor de jugar con el lenguaje. Ya hemos dicho de forma somera qué podemos hacer con él: intentar ir hacia los objetos, intentar traerlos hasta nosotros. Pero he aquí otra distancia infinita —como vemos el texto se halla surcado de pozos— y es que por mucho que tendamos hacia ellos nunca llegamos. Es decir, las palabras, a medida que nos acercan a las cosas también nos alejan. Permiten referirnos a ellas pero nos tiranizan, sin las palabras ya nada, no somos capaces de desnudar al otro de letras y conceptos. Las necesitamos pero por su culpa no podemos hacer lo que quisiéramos, al menos no siguiendo sus reglas.

Estas reglas se quebrantan con la magia del lenguaje. Se trata de otro uso que sí permite cierta libertad, y del que Lewis Carroll es maestro. Esa magia, como toda magia, es frágil, y si te fijas mucho en ella desaparece. De modo que se hace uso de ella de forma sutil, sugerente.


 VI

Antes de ver cómo resuelve el problema de las distancias nuestro autor, profundicemos un poco más en las consecuencias de este misterio.

A pesar de que el título de éste diálogo diga lo contrario, la tortuga no parece decirle nada interesante a Aquiles, sino que más bien le muestra un problema. Este problema es el de la deducción.

Lo que plantea la tortuga es que la distancia que separa la verdad de la validez no puede ser recorrida así como así. La validez no se halla en la verdad, no está en su nivel, sino que está por encima, refiriéndose a ella.

Esto es otra forma de decir que la deducción no puede ser deducida, es decir, su porqué. Podemos decirlo más bellamente con las palabras de Wittgenstein de esta manera: “Lo que demuestra no puede ser demostrado”.


VII

Ahora bien, sí puede ser demostrado de otra manera. Para ello de nuevo voy a hablar de otro asunto, esta vez recorriendo la distancia que separa la lógica de la literatura —la ciencia del arte.

Dice Fernando Lázaro Carreter[2] que en un escrito literario fondo y forma son indisociables. Con fondo se refiere al contenido, a referencias necesariamente extratextuales, a aquello que, en último término, una palabra viene a sustituir. Dicho de otra manera: "La gente llama fondo a los pensamientos, sentimientos, ideas, etc". Con forma se refiere a la manera en que dicho fondo aparece. De nuevo: "[la gente llama] forma a las palabras y giros sintácticos con que se expresa el fondo"[3].

Pues bien, una vez han sido establecidos como elementos separados, dice:

"No puede negarse que, en todo escrito, se dice algo (fondo) mediante palabras (forma). Pero eso no implica que fondo y forma puedan separarse. Separarlos para su estudio sería tan absurdo como deshacer un tapiz para comprender su trama: obtendríamos un montón informe de hilos".

Lo que interesa aquí es que a lo que llamamos texto artístico no es ni al contenido de un texto ni a su forma. Un texto artístico requiere ambos elementos. Sólo así consigue unidad y significado.

Esto es interesante por dos motivos: el primero de ellos intenta dar cuenta de cómo el modo en que está escrito este diálogo no es casual. Es decir, si Lewis Carroll ha hecho una fábula, es porque aquello que nos intenta contar no puede ser contado de otra manera.

El segundo motivo es señalar la analogía entre el texto literario y el “texto” lógico. En este fragmento Lázaro Carreter ha distinguido en el lenguaje literario fondo y forma. Si decimos que los enunciados referenciales, es decir, aquellos que albergan pensamientos —en el sentido de Gottlob Frege—, tienen un contenido, se refieren al mundo, podremos decir que los argumentos, que se refieren a los enunciados, tienen una forma. Encontramos así dos elementos misteriosamente unidos y separados. Podemos, y debemos, analizarlos individualmente, pero si queremos disolverlos habremos de recorrer la distancia infinita que los separa —y entonces ya no los podremos volver a juntar.


VIII

Veamos ahora cómo Lewis Carroll nos sorprende. Y lo hace nada más comenzar el texto, cuando nos dice que Aquiles (cómo no) se ha subido a la tortuga.

Esto significa que pese a las dificultades teóricas —resolubles o no— que pueda haber, queda otra manera de sortearlas, de pasar por encima, a su través.


Entonces la tortuga —en cierto sentido frustrada—  le propone al héroe otro paseo, que consiste, como ya ha quedado dicho, en partir de las premisas para llegar a la conclusión. Mejor dicho, en partir de la verdad de las premisas, para llegar a la validez del argumento, y así, en un nuevo viaje descendente, poder asegurar la verdad de lo concluido. Este viaje de ida y vuelta tiene el mismo futuro que aquél que se proponía el Barón de Münchhausen cuando trataba de salir de una ciénaga tirando de sí mismo. Es decir, hará falta que alguien le eche una mano, y a poder ser desde fuera.

Casualidad o no, con el Barón de Münchhausen podemos hablar del trilema de Agripa, pues así es rebautizado en el siglo XX.

Dicho trilema despliega las tres posibles soluciones —ninguna demasiado rompedora— para asegurar la certeza absoluta —directo al núcleo del texto—: regresión infinita, circularidad, o establecimiento de un fundamento arbitrario (axioma).

Pero esto no es lo más interesante. Lo más interesante es que la forma del diálogo de Aquiles y la tortuga parece tener también forma triple, veamos:

La primera respuesta que se da al problema de la deducción aparece como ya se ha dicho al principio. Se trata de una trampa del pensamiento, un agujero mental, como podría serlo también la paradoja de Zenón que ellos mismos ilustran:

     “—¿No había probado algún sabiondo que la cosa no podía ser hecha?

      —Puede ser hecha— dijo Aquiles. —¡Ha sido hecha! Solvitur Ambulando.”

La segunda respuesta se da implícitamente: no hay una razón legítima que no sea un retroceso. Lo único que podemos hacer de momento es añadir como premisa que el salto es verdadero.

Finalmente, la tercera respuesta, que aparece también de forma narrativa. Consiste en contar como ese de momento es de hecho infinito. El diálogo termina con los dos personajes deambulando sin mucha esperanza, lentamente —propio de quien cabalga tortugas— por la necesaria infinitud de las premisas.


IX

Pero Lewis Carroll guarda un último as en la manga. Cuando parece que no queda solución rompe el trilema, ofrece una cuarta respuesta escondida, a modo de prescripción —aun menos que mostrada, es decir, sugerida— que consiste en imaginar cómo Aquiles acaba matando a la tortuga, harto ya de tanta persecución.

Esta sería una forma de zanjar el asunto, quizá muy poco ortodoxa, pero de naturaleza similar a cómo empieza: dejando a un lado las preguntas y comenzando a correr pues, como queda patente, Aquiles alcanza a todo aquel a quien persigue. Igualmente queda patente (esto ya no en el texto, sino en ámbitos como la ingeniería) que, de hecho, con la lógica se puede operar. Lewis Carrol hace una llamada a la acción, sin olvidar —quizá esto sea lo más remarcable— que una cosa no quita la otra, pues al fin y al cabo el núcleo del texto es teorizar la paradoja. Es decir, de nuevo una fusión, en este caso de teoría y práctica.



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Notas

[1] O quizá sólo un obstáculo, como sugiere Platón a través del mito de Teuth.

[2] Se puede ampliar la información en la entrada Imposibilidad de separar el fondo de la forma

[3] Fernando Lázaro Carreter en Cómo se comenta un texto literario en la edición de Cátedra de 2008, p.16

[*] Puede leerse el diálogo original de Lewis Carroll en este pdf.

[**] La imagen fue obtenida aquí.