domingo, 18 de noviembre de 2012

La promesa



—Oye, no hay por qué poner un nombre a esto... Está bien, lo entiendo, pero verás, es que... necesito un poco de coherencia.

—Lo sé

—¿Cómo sé que no te vas a levantar una mañana y cambiar de opinión?

—No puedo prometerte eso.  Nadie puede
. [1]


Si el hombre es en efecto un paso constante hacia lo otro, una historia que se construye en el tiempo o un proyectarse a través de la vida, cuando hablamos de la promesa estamos hablando de uno de los momentos donde el sentido de lo humano alcanza mayor profundidad.

Lo primero que puede decirse de la promesa es que tiene el carácter de un acto. La promesa aparece en un presente que se pretende a sí mismo ya pasado, es un ejercicio cuyo fin está en el futuro, un sello que busca paliar la imprevisibilidad de los acontecimientos, casi un conjuro.

Prometemos porque de hecho no estamos ya dados, porque sabemos que el objeto de la promesa no es seguro, más aún, prometemos porque queremos cambiar.

La promesa que se hace sobre lo ya previsto no es promesa sino profecía. No prometemos aquello que ya sabemos que va a ocurrir, y al prometer no pensamos que ya hemos resuelto el futuro. Prometemos porque tenemos miedo y porque creemos que algo escapa a nuestro control, porque nos sabemos sumisos ante el devenir. La promesa es entonces un engaño, una ceremonia a través de la cual imprimimos en la arena un dibujo.

Y sin embargo es precisamente la naturaleza no prehecha de la vida lo que da sentido a la promesa. Como ya hemos dicho, se trata de un acto, de una intervención en el mundo o impostura de nuestra voluntad. Se trata de un cambio efectivo que ocurre en la esfera más sutil de la realidad, en el espacio que media entre el conocimiento y la creencia.

La promesa es entonces un acontecimiento que ha de ser perpetuo. La promesa de un día que abarca todo el futuro es la promesa infantil de quien se cree acabado, ya definido. Quien se haga cargo de su ser cambiante y movedizo, sabrá que una promesa sólo tiene sentido día tras día. Sabrá que la promesa no es en absoluto la notificación de un tiempo por llegar, sino la declaración de un presente. No es descubrir la linealidad obvia del porvenir, sino el esfuerzo más sincero por dirigirse por un determinado camino. Y ese camino podrá cambiar, podrá girar y retorcerse, las promesas del pasado podrán quedar obsoletas. Sin embargo, quien prometa a cada paso, sabrá con certeza que ninguna pisada fue azarosa.

Por tanto, si la vida es este vagar del que hablamos, el ejercicio de una libertad que ha de introducirse en la realidad y fundamentalmente un esfuerzo, energía que se disipa en el mundo mecánico, la promesa es la palabra que designa a este oficio de ser hombre.

¿Y quién rompe una promesa? Según hemos estado diciendo, la promesa no es tanto víctima de quien no la cumple sino de quien no la realiza. Asumimos, quienes prometemos y pedimos promesas, que éstas no son nunca para siempre. Asumimos que los días venideros pueden volverse en nuestra contra, que quienes prometieron pueden cambiar de opinión, y que lo prometido puede de hecho volverse una deuda, una carga penosa.

Por tanto, quien realmente hace daño a la promesa es quien no la lleva nunca a cabo. Precisamente por este asentimiento de la inseguridad hacia el futuro, quienes se guardan las promesas creen con ello hacer gala de su honestidad. No hacen sin embargo otra cosa que dar a conocer su propia cobardía, su radical negación a la naturaleza humana, que si es verdad que no está ya configurada, no es menos cierto que es a nosotros a quienes se nos ha encomendado dicha labor de configuración, labor que habremos de realizar con la voluntad y la fe.

Este no prometer guarda cierta similitud al desasistimiento de Dios del que nos habla San Agustín. En palabras de Quintín Racionero [2]
“San Agustín dice que cuando se elige ‘no’ no se elige nada, lo que se elige es el ‘sí’ [...] lo que el desasistimiento ante los planes de Dios significa es el vacío, el decrecimiento, la anulación. Por tanto, el mal no existe postiviamente hablando, [...] es la opción que niega la realidad, no querer ser lo que se es, eso es el mal, una opción del libre albedrío que no construye ninguna positividad, [...] no proceder de acuerdo con la inteligencia. El mal no es más que negar a dios.”

No prometer es negarnos a nosotros mismos, como ya hemos dicho, no hacerse cargo de la vida. El miedo ante la arena del tiempo que no se halla surcada por huellas, el terror ante los versos de Machado, la inseguridad frente al camino por hacerse. Y la promesa es en cambio el pisar decidido, un andar valiente de quien no se detiene ante la incertidumbre. No el sueño de saber de antemano lo que hay al otro lado del horizonte, ni  el remedio definitivo para quien teme el futuro, sino la constatación de una actitud, un comprometerse que habrá de actualizarse cada día.


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Notas

[1] Fotograma y diálogo de (500) Days of Summer

[2] Fragmento de una conferencia de dicho autor.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Danto contra Barthes — ¿Qué es el arte?

 




    ¿Qué es el arte? ¿Qué es lo artístico? A sabiendas de que esta pregunta puede resultar vacía o inútil, merece la pena el interrogante en base a la enorme tensión que aparece cuando tratamos de acercarnos a eso que más o menos podemos calificar como arte, ya sea en tanto que autores, espectadores, compradores, oyentes... Es decir, cuando tratamos de abordar cualquier reflexión o pensamiento en torno al hecho artístico, aparece el problema. Podemos obviamente saltarlo, evitarlo, y dar por supuesto que todo tiene derecho a ser arte, todo objeto o movimiento puede llegar a pertenecer a dicha categoría (un cuadro, un poema, una performance, o una imporvisación musical, entre otras). Nos encontraremos ya manos a la obra, en medio del asunto, y cuando creíamos que ya estaba solucionado, volveremos a caer en la pregunta. ¿Todos esas manifestaciones son iguales? Si queremos hablar sobre ellas habremos necesariamente de ordenarlas, introducir en ellas un valor. ¿Cómo haremos esto si hemos evitado específicamente toda intención discriminativa?

    Se podría decir que aproximadamente tenemos cierta intuición sobre qué sea el arte. Ya sea esta una noción fruto de la reflexión o aprendida —otro tema— es claro que cotidianamente creemos ser capaces de decir cuándo una cosa es más o menos artística y cuando no. Será esta una idea vaga que no resistirá el más mínimo embite. Embite que precisamente se esforzarán en acentuar determinados 'artistas' —¿quién es artista cuando no sabemos qué es el arte?— y que nos hará mezclar o confundir dicha categoría —¿es a caso una categoría?— con otras como entretenimiento, técnica, o incluso una cierta apelación, capacidad de conmocionar, de crear en el otro un algo.



    Para presentar un pequeño problema relacionado con este aspecto, voy a suponer que en efecto existe una cierta cualidad que distingue lo artístico de lo no artístico. No vamos todavía a decir qué es y qué no es arte —no seremos quién—, pero sí vamos a establecer como hipótesis u hoja de ruta que en efecto hay cosas que lo son más que otras. Ni siquiera intentaremos decir todavía que hay cosas que no lo serán en absoluto. Es decir, ahora solamente vamos a, partiendo de aquello que finalmente ha resultado ser arte (sea esto todo o no) tratar de introducir una gradación. Esto será posible en tanto que fijemos qué características inciden en el hecho artístico. Dicho con matemáticas, buscaremos en función de qué, algo es arte.

Para ello vamos a ir directamente a la frontera, allí donde la tensión ha resultado ser mayor:

“Debe haber criterios especiales por medio de los cuales podamos distinguir We Got it! de otras golosinas, pero no se trata de los criterios con los cuales las golosinas se clasifican en mejores o peores —por sabor, tamaño, valor nutritivo u otros—. We Got it! puede tener alguna de las cualidades de las golosinas y seguir siendo arte aunque ellas sean sólo golosinas. Una golosina que sea una obra de arte no necesita ser especialmente buena. Sólo debe ser producida con la intención de ser arte.” [1]
 

En este texto de Arthur Danto comenzamos a dibujar el problema. Aquello que ha definido a We Got it! [2] como arte frente a otras golosinas, no es una característica que se halle en ellas. Danto apostará por que dicha característica se encuentre en el autor.

Y esto nos lleva directamente a otra famosa obra de Roland Barthes:

“[...] un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una parodia, un cuestionamiento; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que constituyen una escritura; la unidad del texto no está en su origen, sino en su destino [...].” [3]

    ¿Dónde se sitúa esto que ha venido a llamarse escritura? No se sitúa en el autor, según este fragmento, sino en el lector. Este texto se presenta en abierta polémica con el anterior. Aquello que importa, por decirlo de otra manera, en un texto literario, se sitúa en la esfera de quien lo recibe. A diferencia de Danto, Barthes aparecerá de forma más radical, negando otras posibilidades. Esta postura interesará a la hora de determinar más precisamente si algo es o no arte y por qué. La apuesta de Bartes es clara (sin duda un final pretendidamente hostil): 

"[...] para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor." [4]



¿Qué podemos sacar de todo esto? De momento un mapa preciso de tres elementos:

Por un lado podemos hablar del objeto o manifestación (ya sea texto, golosina, de nuevo, poema, canción, baile...). Podemos hablar del productor o artífice, del artista. Y podemos hablar del receptor, ya sea éste un espectador, el visitante de un museo, o un lector.

Es claro que el esquema aquí presentado responde estrictamente a la forma de un diálogo. Esto no será casualidad. El arte se entiende así como un movimiento comunicativo, como una acción en el mundo humano, como una expresión concreta. Se tratará por tanto necesariamente de una categoría casi lingüística, quizá, y ya adelantando, de una propiedad del metalenguaje —así como lo verdadero y lo falso.

Una vez pensamos en este esquema, podemos discutir qué elementos en él son definitorios. Según Danto está claro que el emisor tiene la mayor relevancia. Según la obra de Barthes, decidir qué es y qué no es artístico será labor del receptor, al menos a priori, y respondiendo al título. Quedan sin embargo muchísimos más elementos. El canal, el mensaje, el código... por no hablar del contexto lingüístico, y por no introducir categorías más complejas como el uso.


    Es decir, ¿son éstas las únicas posibilidades? ¿No será el lenguaje quien determine qué es y qué no es artístico? ¿no será la obra en sí (el mensaje, ya sea su contenido o su forma —recordemos su indisolubilidad [5])? Y más importante: ¿es realmente válido este esquema del arte como un diálogo?



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Notas 

[1] Arthur C Danto en Después del fin del arte en Paidós, 2010, pg 253

[2] Más sobre We Got it! en Comentario sobre después del fin del arte


[4] Ibídem

[5] Se puede ampliar la información en la entrada Imposibilidad de separar el fondo de la forma



Fotografías:

(i) Arthur C. Danto en su apartamento, Nueva York, fotografiado por D James Dee, 1990