—Oye, no hay por qué poner un nombre a esto... Está bien, lo entiendo, pero verás, es que... necesito un poco de coherencia.
—Lo sé
—¿Cómo sé que no te vas a levantar una mañana y cambiar de opinión?
—No puedo prometerte eso. Nadie puede. [1]
Si el hombre es en efecto un paso constante hacia lo otro, una historia que se construye en el tiempo o un proyectarse a través de la vida, cuando hablamos de la promesa estamos hablando de uno de los momentos donde el sentido de lo humano alcanza mayor profundidad.
Lo primero que puede decirse de la promesa es que tiene el carácter de un acto. La promesa aparece en un presente que se pretende a sí mismo ya pasado, es un ejercicio cuyo fin está en el futuro, un sello que busca paliar la imprevisibilidad de los acontecimientos, casi un conjuro.
Prometemos porque de hecho no estamos ya dados, porque sabemos que el objeto de la promesa no es seguro, más aún, prometemos porque queremos cambiar.
La promesa que se hace sobre lo ya previsto no es promesa sino profecía. No prometemos aquello que ya sabemos que va a ocurrir, y al prometer no pensamos que ya hemos resuelto el futuro. Prometemos porque tenemos miedo y porque creemos que algo escapa a nuestro control, porque nos sabemos sumisos ante el devenir. La promesa es entonces un engaño, una ceremonia a través de la cual imprimimos en la arena un dibujo.
Y sin embargo es precisamente la naturaleza no prehecha de la vida lo que da sentido a la promesa. Como ya hemos dicho, se trata de un acto, de una intervención en el mundo o impostura de nuestra voluntad. Se trata de un cambio efectivo que ocurre en la esfera más sutil de la realidad, en el espacio que media entre el conocimiento y la creencia.
La promesa es entonces un acontecimiento que ha de ser perpetuo. La promesa de un día que abarca todo el futuro es la promesa infantil de quien se cree acabado, ya definido. Quien se haga cargo de su ser cambiante y movedizo, sabrá que una promesa sólo tiene sentido día tras día. Sabrá que la promesa no es en absoluto la notificación de un tiempo por llegar, sino la declaración de un presente. No es descubrir la linealidad obvia del porvenir, sino el esfuerzo más sincero por dirigirse por un determinado camino. Y ese camino podrá cambiar, podrá girar y retorcerse, las promesas del pasado podrán quedar obsoletas. Sin embargo, quien prometa a cada paso, sabrá con certeza que ninguna pisada fue azarosa.
Por tanto, si la vida es este vagar del que hablamos, el ejercicio de una libertad que ha de introducirse en la realidad y fundamentalmente un esfuerzo, energía que se disipa en el mundo mecánico, la promesa es la palabra que designa a este oficio de ser hombre.
¿Y quién rompe una promesa? Según hemos estado diciendo, la promesa no es tanto víctima de quien no la cumple sino de quien no la realiza. Asumimos, quienes prometemos y pedimos promesas, que éstas no son nunca para siempre. Asumimos que los días venideros pueden volverse en nuestra contra, que quienes prometieron pueden cambiar de opinión, y que lo prometido puede de hecho volverse una deuda, una carga penosa.
Por tanto, quien realmente hace daño a la promesa es quien no la lleva nunca a cabo. Precisamente por este asentimiento de la inseguridad hacia el futuro, quienes se guardan las promesas creen con ello hacer gala de su honestidad. No hacen sin embargo otra cosa que dar a conocer su propia cobardía, su radical negación a la naturaleza humana, que si es verdad que no está ya configurada, no es menos cierto que es a nosotros a quienes se nos ha encomendado dicha labor de configuración, labor que habremos de realizar con la voluntad y la fe.
Este no prometer guarda cierta similitud al desasistimiento de Dios del que nos habla San Agustín. En palabras de Quintín Racionero [2]
Lo primero que puede decirse de la promesa es que tiene el carácter de un acto. La promesa aparece en un presente que se pretende a sí mismo ya pasado, es un ejercicio cuyo fin está en el futuro, un sello que busca paliar la imprevisibilidad de los acontecimientos, casi un conjuro.
Prometemos porque de hecho no estamos ya dados, porque sabemos que el objeto de la promesa no es seguro, más aún, prometemos porque queremos cambiar.
La promesa que se hace sobre lo ya previsto no es promesa sino profecía. No prometemos aquello que ya sabemos que va a ocurrir, y al prometer no pensamos que ya hemos resuelto el futuro. Prometemos porque tenemos miedo y porque creemos que algo escapa a nuestro control, porque nos sabemos sumisos ante el devenir. La promesa es entonces un engaño, una ceremonia a través de la cual imprimimos en la arena un dibujo.
Y sin embargo es precisamente la naturaleza no prehecha de la vida lo que da sentido a la promesa. Como ya hemos dicho, se trata de un acto, de una intervención en el mundo o impostura de nuestra voluntad. Se trata de un cambio efectivo que ocurre en la esfera más sutil de la realidad, en el espacio que media entre el conocimiento y la creencia.
La promesa es entonces un acontecimiento que ha de ser perpetuo. La promesa de un día que abarca todo el futuro es la promesa infantil de quien se cree acabado, ya definido. Quien se haga cargo de su ser cambiante y movedizo, sabrá que una promesa sólo tiene sentido día tras día. Sabrá que la promesa no es en absoluto la notificación de un tiempo por llegar, sino la declaración de un presente. No es descubrir la linealidad obvia del porvenir, sino el esfuerzo más sincero por dirigirse por un determinado camino. Y ese camino podrá cambiar, podrá girar y retorcerse, las promesas del pasado podrán quedar obsoletas. Sin embargo, quien prometa a cada paso, sabrá con certeza que ninguna pisada fue azarosa.
Por tanto, si la vida es este vagar del que hablamos, el ejercicio de una libertad que ha de introducirse en la realidad y fundamentalmente un esfuerzo, energía que se disipa en el mundo mecánico, la promesa es la palabra que designa a este oficio de ser hombre.
¿Y quién rompe una promesa? Según hemos estado diciendo, la promesa no es tanto víctima de quien no la cumple sino de quien no la realiza. Asumimos, quienes prometemos y pedimos promesas, que éstas no son nunca para siempre. Asumimos que los días venideros pueden volverse en nuestra contra, que quienes prometieron pueden cambiar de opinión, y que lo prometido puede de hecho volverse una deuda, una carga penosa.
Por tanto, quien realmente hace daño a la promesa es quien no la lleva nunca a cabo. Precisamente por este asentimiento de la inseguridad hacia el futuro, quienes se guardan las promesas creen con ello hacer gala de su honestidad. No hacen sin embargo otra cosa que dar a conocer su propia cobardía, su radical negación a la naturaleza humana, que si es verdad que no está ya configurada, no es menos cierto que es a nosotros a quienes se nos ha encomendado dicha labor de configuración, labor que habremos de realizar con la voluntad y la fe.
Este no prometer guarda cierta similitud al desasistimiento de Dios del que nos habla San Agustín. En palabras de Quintín Racionero [2]
“San Agustín dice que cuando se elige ‘no’ no se elige nada, lo que se elige es el ‘sí’ [...] lo que el desasistimiento ante los planes de Dios significa es el vacío, el decrecimiento, la anulación. Por tanto, el mal no existe postiviamente hablando, [...] es la opción que niega la realidad, no querer ser lo que se es, eso es el mal, una opción del libre albedrío que no construye ninguna positividad, [...] no proceder de acuerdo con la inteligencia. El mal no es más que negar a dios.”
No prometer es negarnos a nosotros mismos, como ya hemos dicho, no hacerse cargo de la vida. El miedo ante la arena del tiempo que no se halla surcada por huellas, el terror ante los versos de Machado, la inseguridad frente al camino por hacerse. Y la promesa es en cambio el pisar decidido, un andar valiente de quien no se detiene ante la incertidumbre. No el sueño de saber de antemano lo que hay al otro lado del horizonte, ni el remedio definitivo para quien teme el futuro, sino la constatación de una actitud, un comprometerse que habrá de actualizarse cada día.
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Notas
[1] Fotograma y diálogo de (500) Days of Summer
[2] Fragmento de una conferencia de dicho autor.