sábado, 2 de febrero de 2013

La muerte del autor se paga con la muerte del lector


Three Studies for a Crucifixion, II, Francis Bacon, March 1962

Balzac, en su novela Sarrasine, hablando de un castrado disfrazado de mujer, escribe lo siguiente: “Era la mujer, con sus miedos repentinos, sus caprichos irracionales, sus instintivas turbaciones, sus audacias sin causa, sus bravatas y su exquisita delicadeza de sentimientos”. ¿Quién está hablando así? ¿El héroe de la novela, interesado en ignorar al castrado que se esconde bajo la mujer? ¿El individuo Balzac, al que la experiencia personal ha provisto de una filosofía sobre la mujer? ¿El autor Balzac, haciendo profesión de ciertas ideas “literarias” sobre la feminidad? ¿La sabiduría universal? ¿La psicología romántica? [1]

Planteada la pregunta por el hecho artístico y anticipadas dos posibles búsquedas de su fundamento —descrita la polarización autor/lector y depositadas en cada uno de dichos extremos su condición decisiva— cabía preguntarse todavía por el papel del lenguaje. Esto es, responder explícitamente a la siguiente cuestión: ¿no será el lenguaje quien determine qué es y qué no es artístico? [2]

Pues bien, antes de explorar dicha posibilidad habría que hacerse cargo del antihumanismo al que nos conduce.

Cuando hablo de humanismo (y por tanto de antihumanismo) estoy refiriéndome concretamente a dos ideas:

Primero, a la unicidad del individuo humano. Es decir, a la no subsunción de ninguno de los miembros de la comunidad humana en dicha comunidad; Las mujeres y hombres no son intercambiables unos por otros sino que todos ellos valen por igual, precisamente, debido a su radical diferencia. Dicho de otra manera, si se quiere, me refiero a que cada ser humano es irrepetible. 

Segundo, al carácter abierto de cada individuo. El ser humano no queda reducido a un estado concreto, a un momento de su vida o a una determinada forma de ser. Si bien es cierto que existen límites que vienen dados tanto por la cultura como por la biología, el hombre y la mujer no quedan reducidos a ellos, sino que se mueven en un horizonte de posibilidades. Dicho con las palabras de Heidegger, al ser humano le preocupa (Sorge) su propio ser, y dicha preocupación (encargarse de lo que todavía no se es) constituye su estructura ontológica. Básicamente, me refiero a la idea del hombre como proyecto.

Esto se puede resumir con las bellas palabras de Maurice Merleau-Ponty:

Yo no soy el resultado o encrucijada de las múltiples causalidades que determinan mi cuerpo o mi ‘psiquismo’; no puedo pensarme como una parte del mundo, como simple objeto de la biología, de la psicología y la sociología, ni encerrarme en el universo de la ciencia. [3]

Ese ‘yo’ que vive y experimenta es único. Si otra persona viviese nuestra vida, sería como nosotros, pero no sería nosotros. Por otro lado, tanto mi cuerpo como mi psiquismo son tan sólo mi estado actual. El individuo necesita una vida sobre la que deslizarse, en definitiva, un tiempo en el cual cambiar.

Ahora volvamos a la tesis de partida. Es fácil entender cómo el lenguaje puede suponer la piedra donde reposa todo el entramado artístico. He aludido hace un momento a los límites que impone la cultura y esto es lo mismo que decir que el ser humano viene definido por su época, es decir, los hombres y mujeres somos seres culturales, históricos, estamos determinados por nuestro contexto, venimos en función del tiempo. Usted, o yo, no sería quien es de haber nacido 50 años atrás, y mucho menos de haber nacido en la Antigüedad clásica. Esto quiere decir que lo que he intentado llamar el ‘estado actual’ de nuestro ser, al cómo somos (cómo es nuestro cuerpo, cómo es nuestra psique) viene determinado por una cultura que se hace ‘carne’ en nosotros. Dicho de otra manera, e intentando simplificarlo lo más posible, si la esencia del hombre es su condición abierta y su carácter de potencia, la cultura (junto con la biología) sería la encargada de llenar de contenido dicha potencialidad. Y aquí aparece el peligro que intento describir. En mi opinión, llegados a este punto, el camino se bifurca y aparecen dos posibilidades, pero una de ellas nos dirige irremediablemente al abismo inhabitado del antihuanismo, a la tumba del hombre.

Si pensamos que nosotros somos en efecto ese estado de cosas, es muy fácil pensar que somos un momento de la cultura, es decir, que representamos un conflicto que nos trasciende en el tiempo. El problema está en reducir nuestro ser a nuestro estado, en creer que, en tanto que sujetos, no somos más que dicho acontecimiento, que dicha confluencia, (o en las palabras maravillosas de Merleau-Ponty) que dicha encrucijada.

La historia se convierte en una cadena de sucesos, ya no en una observación de lo acontecido, pues las piedras no observan a las otras piedras, sino en el sencillo movimiento absurdo de los átomos y la energía psíquica.

Y es evidente que esta idea contradice a lo que he intentado llamar humanismo en sus dos aspectos. En primer lugar, si el autor es un medio para la producción del arte, parece que cualquier otro podría haber ocupado su lugar. Se anula así la condición de unicidad. Estamos diciendo que nada propio del autor trasciende al acto creador, que nada específicamente individual permanece en el residuo de su obra.

Volvamos a la frase de Balzac. Nadie (es decir, ninguna “persona”) la está diciendo: su fuente, su voz, no es el auténtico lugar de la escritura, sino la lectura. [4]

Y si creemos que el autor es de hecho (y solamente) ese mero conjunto de características o ese contenido cultural que le determina en cuanto horizonte, estamos reduciéndolo al estatuto de las cosas, estamos estirpando su condición humana, anulando ese ser más que lo que somos.

Si convertimos el acto creador en la simple cristalización en donde el autor es tan sólo un canal, estamos diciendo que la historia se dirige a sí misma. Si despojamos al acto poiético de su radical introducción de valor, de su radical novedad, y vemos en él solamente un diálogo de la tradición consigo misma, no estamos erigiendo o rescatando a ningún lector, no estamos salvaguardando ningún derecho. Y no lo hacemos porque en un mundo sin creadores tampoco hay espectadores. Es necesario entender que la imagen que tenemos del otro en tanto que ser humano nos condiciona a nosotros mismos. Si creemos que no somos capaces de significar diferencia como autores, no podremos creer que la manera en que leemos tiene algún valor. Estamos reduciendo el momento de la lectura a la mera pasividad, al mero acto de recogimiento en el diálogo de la historia. En tanto que lectores, no seremos más que el segundo instante de un movimiento endogámico en donde la cultura se reproduce a sí misma.

De esta manera se desvela el sentido total de la escritura: un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una parodia, un cuestionamiento; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que constituyen una escritura; la unidad del texto no está en su origen, sino en su destino, pero este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un hombre sin historia, sin biografía, sin psicología; él es tan sólo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito. [5]

Si llevamos a cabo la empresa que nos propone Roland Barthes —"el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor"—, estaremos haciendo como el niño enfurruñado que asesina a su padre autoritario y muere de hambre porque no tiene nada que llevarse a la boca. Es claro que así no llega la emancipación.

Ahora bien, hemos dicho que había otra posibilidad, quizá menos violenta, que se abre ante nosotros. Y tampoco podemos ocultar la intención liberadora que late en el texto de Barthes, su preocupación por el lector, si se quiere llamar así.

Nos resulta risible oír cómo se condena la nueva escritura en nombre de un humanismo que se erige, hipócritamente, en campeón de los derechos del lector. La crítica clásica no se ha ocupado del lector; para ella no hay en la literatura otro hombre que el que la escribe. [6]

Por lo tanto no se trata de plantear una contrarreforma. Simplemente debemos darnos cuenta de que para llevar a cabo el nacimiento que nos proponemos (por lo que he intentado explicar) no podremos anular la condición humana y única del creador —su condición demiúrgica, si se quiere— sino que habremos de partir en la otra dirección: la tarea consistirá en llevar al lector hasta el Olimpo de los dioses de donde Barthes pretende expulsar al autor.


____________


Notas



[3] Maurice Merleau-Ponty en Fenomenología de la percepción, prólogo, Península, 1985

[4] Roland Barthes en La muerte del autor

[5] Ibídem

[6] Ibídem
 

2 comentarios:

  1. Busca a Braudel y su concepto de historia de las civilizaciones, yo creo que te va a interesar en el plano de la historia como mera sucesion de elementos o no.
    Y aparte...
    Hay individuos sintomáticos, hay individuos precursores y hay individuos revolucionarios. Te acuerdas? Te citaría esa parte del libro pero es que estoy con el movil, espero q esto sea suficiente y haga las funciones de :)

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    1. Lo buscaré :) Respecto a lo de los individuos... la verdad es que no me acuerdo, si me lo buscas estaría bien.

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